Memòries de Maria de las Nieves sobre el setge i caiguda de Ripoll el 1873

Maria de las Nieves de Braganza y Borbón, muller de don Alfonso de Borbón germà del pretendent Carles VII, escriu les seves memòries: Mis memorias, sobre nuestra campaña en Cataluña en 1872 y 1873 y en el Centro en 1874. ( editada per Epasa-Calpe el 1934)

“Cuando nosotros llegamos el 22 de marzo de 1873; a las dos de la tarde, seguidos de Savalls, ante Ripoll, nos encontramos con que las fuerzas que tenían la misión de comenzar el asalto,y a este fin fueron enviadas por delante, no habían aún cruzado con la guarnición sino unos pocos tiros, sin consecuencias, pues la entrada se presentaba ardua y, en vista de esto, esperaban la llegada de las demás tropas que venían con nosotros.
En este momento, don José Pascual, jefe de la compañía de Guías del Infante, que nos acompañaba, poniéndose a la cabeza de su pequeña fuerza y de unos pocos zuavos de la naciente compañía, más tarde convertida en batallón, gritó: “¡Adentro!” Y al paso de carrera, cargando a la bayoneta, seguido de los suyos, atravesó el puente, y fue tal el ímpetu del ataque, que el enemigo les dejó libre el paso. Una vez dentro de la fortaleza esta fuerza nuestra, las demás la siguieron con gran arrojo. Se les presentaba entonces penosa tarea, porque el interior de Ripoll estaba bien fortificado y había que vencer, uno tras otro, numerosos obstáculos.
Nosotros, acompañados de Savalls, del Cuartel General y de la Escolta de propietarios, ocupamos un altito frontero a la ciudad, frente al cuartel de Carabineros, que se hallaba igualmente en un sitio algo elevado. Quedamos primeramente a caballo; luego, echamos pie a tierra. Desde nuestro punto de observación veíamos mucho de cuanto pasaba. Los carabineros nos dirigieron unas balas, aunque con mucha benignidad, y mientras tanto sufrían 1os nuestros en la ciudad un violento fuego.
En el lugar en que nos hallábamos había una gran pila de paja prensada, y algunos de los que por primera vez oían silbar las balas, encontrando en ellas poca gracia, se acogían al amparo de la tal pila; pero el cuerpo de ésta tenía entrañas débiles, por lo que se vio, y con gran susto notaron los que se habían abrigado, tras su amparo que aquellos malos bichos atravesaban la paja y se presentaban a saludarles.
Verdes del susto, abandonaron su refugio los que en la pila lo habían buscado; pero, dominando su miedo, quedaron, sin embargo, bastante cerca de nosotros, dando pruebas de verdadero valor. A mi parecer, es mucho más valiente el que siente el miedo y lo vence que el que no se asusta.
Poco antes del ataque a Ripoll nos llegó un cañoncito; fabricado creo que en Olot. Todos le habíamos saludado con entusiasmo y fue bautizado con el nombre de la chocolatera. Constituía por entonces la única artillería que poseíamos y, ufanos de tenerla, marchamos con ella al asalto de Ripoll. Era su Comandante el valeroso Coronel Segarra. Empezó la chocolatera a cumplir con su deber cuando, tras los primeros tiros, perdió el equilibrio o se le dislocó algo de su cuerpo; la cosa fue ,que bajó rodando en rápidas vueltas del altito en que había sido colocada. La recuperaron y recompusieron un tantito .
Poco después nos trajeron herido al bonísimo Coronel Segarra, accidente que sentimos mucho; se le condujo a una casa en la que se colocaron también otros heridos. Yo le hice la primera cura con un vendaje que llevaba conmigo para casos de urgencia. Tenia la herida en la pierna, y al descubrirla, saltó, como un chorro, la sangre, regándome gran parte del vestido. Entre otros herido había un zuavo valenciano, alicantino, llamado Plasencia, que tenía las dos piernas atravesadas; era un hombre excelente y de inmenso valor; parecía un moro, pero de los más negros. Me ocupé de los diferentes heridos que trajeron a la casa que acabo de indicar y a los que uno de los médicos militares hizo la primera cura.
En Ripoll seguía por buen camino el ataque. Hacia la noche fuimos a una casa que pertenecía a la población y lindando con ésta, en la que comimos y descansamos unas dos o tres horas. De madrugada atravesamos, a pie, con un guía, las calles de Ripoll mientras continuaba el ataque, muy satisfactoriamente para nosotros, el cual iba venciendo obstáculos tras obstáculos. Nosotros íbamos protegidos por la obscuridad, que hizo inadvertido nuestro paso por donde no hubiéramos podido darlo de día. Una vez fuera de la ciudad (digo ciudad, aunque me parece que es sólo villa; pero para mayor seguridad es mejor dar un titulo superior que inferior) y a su otra extremidad nos esperaban nuestros caballos, que habían dado la vuelta por las afueras, ya que naturalmente no pudieron hacerlo por el interior de la población, que no era nuestra todavía. Montamos en ellos y nos dirigimos hacia Campdevànol, un lugar muy próximo a Ripoll.
Dentro de este pueblo, durante la mañana, en un momento dado, faltó el petróleo y fueron a pedírselo a Savalls, pero éste estaba durmiendo; recurrieron entonces a Alfonso, quien tomó las medidas para procurárselo, consiguiendo enviarlo adonde se necesitaba. Durante la noche se habían hecho grandes progresos. Por la mañana la guarnición de Ripoll se defendía aún tenazmente tras de sus últimas obras de defensa, y como mi marido supo que una columna enemiga se encontraba en los alrededores de la plaza, a consecuencia de esta noticia ordenó a Savalls que mandara inmediatamente en la dirección adecuada, que le señaló, a Auguet, el segundo jefe de la provincia de Gerona, que se hallaba con su fuerza a poco más o menos dos horas cortas de Ripoll. Savalls contestó que era inútil, y ante las razones aducidas por aquel General, a quien había que suponerle enterado, pues disponía de sus confidentes y conocía al dedillo la topografía, del país y sus caminos, se conformó mi marido; mas poco después empezó a recibir informaciones más apremiantes, por lo que ordenó terminantemente a Savalls que cumpliera en el acto las instrucciones dadas y que enviara también un exprés al Coronel Bosch para que se reuniera con su pequeña fuerza a Auguet, a fin de impedir entre ambos que llegara el enemigo en socorro de Ripoll,. Evitándose así una sorpresa.
Entre los diferentes episodios del asalto a Ripoll recuerdo el acto traidor de unos cipayos que se defendían en la torre de una iglesia. Sacaron, por fin, la bandera blanca, señal de querer entregarse,
pero cuando se acercaron los carlistas les hicieron una gran descarga, matando a un par de los nuestros. Poco más tarde se puso fuego a la entrada de la torre y aquellos cipayos, sintiéndose asfixiar, bajaron, fueron hechos prisioneros, y más tarde, previo Consejo de Guerra, fusilados los culpables, en, número de cinco o seis.
Al mediodía del 23 de marzo de 1873 quedó Ripoll en nuestro poder y prisionera su guarnición.
Al recibir tan fausta noticia montamos inmediatamente a caballo para entrar en la población. En el camino encontramos a nuestros héroes que salían de Ripoll, dirigiéndose a Campdevànol; conduciendo los prisioneros y pertrechos de guerra conquistados. Nos saludamos, recíprocamente, con júbilo. En Campdevànol se dio un descanso a nuestras tropas y tiempo suficiente para que se prepararan la comida.
Nosotros estábamos en nuestro alojamiento ocupados en escribir, y don Vicente Ruiz, sentado junto a la ventana, hacia lo mismo, cuando de repente nos dice:
-¡ Aquí vienen’ ,
-¿Quién? ¿Quién? -preguntamos.
-La columna -fue la respuesta.
Corrimos a averiguar y, efectivamente, la vimos llegar precedida de su caballería. Nuestras ventanas daban sobre una gran pradera que se extendía entre Ripoll y Campdevànol y en ella se encontraba ya. Bajo un vivísimo fuego, y a distancia de unos doscientos metros del enemigo, que por fortuna se hallaba separado de nosotros por un canal, montamos a caballo, y las fuerzas que entonces se encontraban desparramadas en Campdevànol y sus alrededores se lanzaron, sin formación, a combatirla, guiadas de su propia inspiración, antes de que tuvieran tiempo de recibir órdenes y ebrios como se hallaban por su victoria sobre el adversario, rechazando al enemigo hasta Ripoll. La columna era bastante numerosa y la mandaba el entonces Brigadier Martinez Campos.
Pudo producirse esta sorpresa debido a que Savalls no cumplió la orden de Alfonso, quien le había prevenido, como ya lo mencioné, que enviara inmediatamente alguna tropa, y le indicó cuál, al sitio que le decía, a fin de detener a las fuerzas contrarias que seguramente acudirían en socorro de Ripoll, con lo que, al mismo tiempo, se evitaba la posibilidad de ser sorprendidos. Dados los términos rotundos en que mi marido había dado la orden, no puso en duda que hubiera sido cumplida como lo deseaba y mandaba; pero Savalls no sólo desobedeció, sino que omitió todo género de precaución. Esta falta era suficiente para trocar nuestro triunfo en descalabro, ya que la columna llegó a acercársenos hasta casi entablar contacto con nosotros, sin que nadie se apercibiera de su llegada. Por gracia de Dios no consiguió el enemigo ni rescatar los prisioneros ni recuperar el botín.
En la toma de Ripoll todos los nuestros rivalizaron en heroísmo, que reprodujeron en la acción que siguió a aquélla. Entre los héroes nuestros en el asalto de Ripoll hay que mencionar a don Martín Miret, que mandaba un batallón de Barcelona, y a nuestro primo don Francisco de Borbón. Después del combate nos dirigimos, todos juntos, a unos pueblos de la montaña, no lejanos del que acabábamos de tomar.
Inmensa era nuestra alegría por la victoria alcanzada con la conquista de Ripoll, pero pronto nuestro gozo se trocó en honda tristeza. Como ya lo he dicho, Alfonso había ordenado al Coronel don Jerónimo Galcerán que ocupara determinadas posiciones que le indicó, a fin de detener desde ellas a alguna columna que pudiera venir en socorro de la plaza atacada. Galcerán se situó por la parte de la Gleva. En efecto; el enemigo intentó el movimiento que había sido previsto por mi marido, y el heroico Coronel Galcerán cumplió entonces lo que Alfonso le había encargado, y, luchando con su acostumbrado arrojo, rechazó a la columna, pagando la victoria con su muerte. A su lado se batió, como un león, su hijo, de cortísima edad, casi un niño, que también resultó herido, aunque no de gravedad. Galcerán lo fue en la ingle y murió al día siguiente, a primera hora de la mañana, entregando su alma al Señor con la serenidad y la ardiente piedad que siempre resplandecieron en él.
Fue su muerte para nosotros una inmensa pérdida, pues era un excelente jefe que reunía muy altas cualidades: bizarrísimo, entendido militar, sumiso, humilde, para quien toda ambición era desconocida; servir a Dios y a la Causa era el objeto de su existencia.
La noche después de la toma de Ripoll la pasamos, con una parte de las fuerzas, en uno de los pueblos en que fueron distribuidas, y al día siguiente regresamos a aquella población. En ésta nos contaron el desconsuelo del General Martinez Campos, quien consideraba su derrota, inmediata a su llegada de Cuba, como fatal agüero de lo que le esperaba en Europa, y decía que ojalá se hubiera quedado en aquella isla. Si hubiera previsto el porvenir, en vez de entristecerle, le hubiera alegrado en grande su venida a la Madre Patria, que mucho le tenía reservado. Nosotros estuvimos muy bien alojados en Ripoll, en casa del amable matrimonio Bodellá; la casa tenia un confort moderno que no esperábamos. La señora era conocida por el sobrenombre de la Rubia de Ripoll; era muy bonita y tenia una espléndida cabellera y un precioso cutis. Me dijeron que su edad era de veintiocho años, y yo extrañaba mucho que a esta edad se pudiera aún ser tan bonita. No creía yo que a los veintiocho años, aunque casada, se le pudiera llamar joven. Los dueños de la casa, aunque no carlistas, eran muy buena gente.”

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